En la frontera

Por Loli Molina Muñoz

Lucero caminaba como su madre, los pies ligeramente hacia afuera y el resto del cuerpo marcando un ritmo bamboleante como la música que más gustaba a sus antepasados. Las calles de Guatex estaban cubiertas de arena rojiza por culpa de la última tormenta, y ventanas y puertas permanecían cerradas a cal y canto para que el calor no se colase como una visita inesperada a la hora de la siesta. A veces, le gustaba pasear cuando nadie más lo hacía, quizás porque prefería la soledad, quizás para poder concentrarse en los claroscuros de su memoria, un lugar al que últimamente podía acceder por un camino hasta entonces desconocido. Caminaba hasta el parque desierto y se sentaba presionando sus sienes tan fuertemente que las cuentas de su pulsera tintineaban una melodía tubular y las corrientes circulares abrían un agujero en sus recuerdos. Deja que te ate los cordones, que te vas a caer.

En los últimos meses se había corrido el rumor de que era posible desactivar temporalmente el chip de memoria que les había sido implantado al llegar, pero nadie podía confirmar cómo hacerlo y si realmente lo habían conseguido. Lucero, que siempre escuchaba y callaba, era seguramente una de las pocas que comenzaba a tener ráfagas de memoria no implantada. El problema era qué hacer con esos hilos del pasado, inconexos y sin referencia alguna con el presente, que iban llegando cada vez más y más. No llores, todo va a salir bien.

El sol apretaba pero Lucero sabía que a partir de ese momento empezaría a debilitarse como un dolor de cabeza atacado por un gramo de paracetamol. Afortunadamente, la temperatura bajaría lo suficiente como para seguir un rato más allí. Se había sentado en el borde de la única fuente del parque porque caía un chorro delgado de agua y podía meter las manos para refrescar sus sienes. Refrescar y volver a presionar. Solo tiene cuatro años, dejen que estemos juntas. Refrescar y volver a presionar. No llores, te prometo que nada malo te va a pasar. Refrescar y volver a presionar. ¡Mamá! Refrescar y volver a presionar y el chorro de la fuente se para porque el agua escasea y las normas sobre su uso son muy estrictas. Aprovechando las últimas gotas en sus manos, las esparce por los brazos sintiendo un leve frescor tan efímero que casi se ha marchado antes de llegar. Aún recuerda cuando la fuente rebosaba y los niños jugaban a alcanzar los peces de colores. Niños y niñas que, bajo la tutela de familias adoptivas de la ciudad, poblaban las calles de futuro a costa de recuerdos falsos.

¡Hija! Un latigazo golpeó su frente. No era muy alta, un metro cincuenta y caderas en forma de papaya a punto de madurar. La mujer la abrazaba con todas sus fuerzas mientras unos señores con uniforme negro y armas de asalto intentaban arrancarla sin muchos miramientos. ¿Por qué de repente le resultaba familiar un recuerdo tan ajeno? ¿Cuáles eran sus verdaderos recuerdos y cuáles los implantados? Lucero dio un saltito para bajar de la fuente y se puso la falda bien porque siempre que se sentaba se le subía. Luego, suspiró como si todos los días fueran iguales. Miró el reloj de la plaza y sintió la premura de volver antes de encontrarse con Teresa, quien se dedicaba a atemorizarla cada vez que pasaba bajo su ventana.

Hija… pórtate bien con estos señores. Sintió un espasmo en la nunca y pensó que sería mejor seguir caminando para distraer al miedo. Su padre siempre le dijo que al miedo había que esquivarlo para que así nunca te alcanzara. Lucero había aprendido a sonreír cuando notaba que el pánico se iba a apoderar de ella. Una sonrisa forzada y su cerebro lograba engañar a todos los miedos posibles. Paso. Sonrisa. Paso. Sonrisa. Paso. Y la señora bajita le manda un beso empapada de sus propias lágrimas. Paso frenado y la sensación de pulsión en todo su cuerpo le dio ganas de vomitar. Pero no vomitó. Abrió los puños y reanudó el paso tan lentamente que casi no sentía el movimiento de sus pies. Casi no era consciente de sus dedos extendidos como una estrella de mar, ni su pelo comenzando a bailar con la primera brisa de la tarde. Casi no se percató de haber estado caminando tanto que llegó justo hasta el límite de Guatex. Allí, en la frontera, los cactus se defendían como buenamente podían, era su naturaleza, como la de todos aquellos que habían intentado llegar hasta allí y tuvieron que volver. Desposeídos de sus sueños y su único futuro, fueron devueltos después de inyectarles el suero del olvido. Era mucho más barato que el chip y hacía efecto el tiempo justo que tardaban en llegar a sus lugares de origen.

Hija…hija…hija…y Lucero recordó su camiseta roja sucia, sus pantalones negros rotos por las caídas y los cordones de los zapatos desatados que su madre ató justo antes de que se la llevaran los agentes de fronteras. Por un momento dudó entre romper a llorar y echar a correr, pero notó como unos brazos la rodeaban y se la llevaban hasta la vieja caseta que mostraba un cartel que decía Centro de Recepción de Visitantes de Guatex. Lucero mostró resistencia pero ya no era un cactus, siendo su último recuerdo el de un agente que se acercó con un artilugio que parecía una pistola, pero que no lo era. Clic y su cerebro se reinició. Entonces echó a llorar como la niña pequeña que un día fue y empezó a gritar. ¡Quiero a mi mamá!¡Quiero a mi mamá! No te preocupes, te llevaremos con ella ahora mismo.

Cuando llegó a casa, su madre la recibió con el miedo en el rostro y un vaso de limonada fría en la mano. Lucero respiró aliviada y abrazó a la mujer que tenía frente a ella sin hacer preguntas. En la televisión, unos niños jugaban a un antiguo juego que consistía en saltar unas casillas con números del uno al diez. Parecían felices e ignorantes, como Lucero.

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