EL ÁRBOL

Por Loli Molina

Carmela plantó el árbol el mismo día que supo que estaba embarazada de su primer hijo, al que llamaría Antonio, como su padre. Sorteando el barro por la lluvia de los días anteriores, salió al patio y cogió dos aguacates para acompañar a un tomate que había comprado en el mercado. A pesar de la escasez todavía había buenos tomates, de esos carnosos que solo necesitaban de un poco de sal para alegrar cualquier comida por humilde que fuera. Al meter los aguacates en el bolsillo de su delantal se dio cuenta de que había dos ramas que habían decidido saltar el muro y meterse en la casa vecina, dejando el fruto a su disposición. Allí vivían dos extranjeros, gente de bien sin duda, pero en el pueblo se había corrido el rumor de que eran artistas y tenían aficiones mal vistas a los ojos de Dios. En realidad eran escritores y lo más que hacían eran reunirse con otros escritores. A veces, venían de otros países a visitarlos y compartir tertulia, otras venían porque el mar estaba cerca y el sol calentaba sus huesos calados por la humedad inglesa. Carmela, ajena a unos rumores que ni le iban ni le venían, volvió a entrar en casa y se dispuso a preparar la comida antes de que llegase Antonio del ayuntamiento, del que era alcalde desde hacía cinco años. En la mesa, esperando con una paciencia inusitada, el primogénito, que ya tenía siete años y compartía reino con Carmencita, capaz de alcanzar lo inalcanzable desde su posición de gateo. Para ellos, que no habían conocido los males de la guerra, la comida era algo que aparecía por arte de magia tres veces al día y si había puchero tres veces a la semana no se daban cuenta porque Carmela se encargaba de que cada día tuviera algo que lo hiciera parecer distinto. Un día con fideos, otro día con arroz y al tercer día había croquetas. Hoy había pescadilla frita y tomate picado con aguacate y cebolla. A los niños les encantaba la pescadilla porque se mordía la cola y eso les parecía gracioso. Mira mamá, soy capaz de comérmela sin desenroscarla, decía Antoñito siempre y luego soltaba una carcajada tan inmensa que a Carmela se le formaba una arteria nueva en el corazón. Para cuando llegó Antonio del ayuntamiento, los niños estaban a punto de lanzarse sobre su madre porque ella siempre insistía en que no se comía hasta que todos estuvieran en la mesa. Antonio, con la sonrisa siempre a cuestas, dio un beso a Carmen en la frente y otro a sus hijos en la mejilla. Vamos a comer, niña, que hoy me comería una vaca del hambre que tengo. Y comieron, como comían muchas familias en aquella época, con la radio de fondo y el miedo de que algún día volviera la guerra. Luego llegaba la siesta para ellos y recoger la cocina para ella, menos mal que siempre había una copla que tararear y un recuerdo no contaminado por el miedo al que recurrir. 

Cuando hubo acabado, y mientras todos dormían, se acordó del árbol intruso y pensó que quizás debería ir a pedirle disculpas a los vecinos, al fin y al cabo, fue ella quien plantó el árbol que decidió crecer más allá de sus dominios y se sentía responsable. Con el sigilo que aprendió cuando se escapaba de casa siendo muy niña, salió cerrando la puerta sin que nadie se diera cuenta, no sin antes coger la cafetera y el azucarero, y pegó suavemente en casa de los vecinos. A esa hora, el señor Gerald solía dormir también porque se había adaptado perfectamente a las costumbres españolas y la señora Gamel se sentaba en el patio a leer. Manolita, la chica que se ocupaba de la casa, abrió la puerta y le indicó que fuera hasta el fondo con una mano y que no hiciera ruido con la otra. Gamel, sumida en su lectura, tenía el rostro feliz porque era su hora favorita del día y había un pájaro que había decidido cantar para ella al estilo de Maria Callas. Cuando entró Carmela, para la que ese momento también era único, alzó la cafetera y Gamel se rió con la mano sobre su boca para que Gerald no se despertara. Manolita, que ya conocía el ritual, llegó con dos tazas y una lechera que Gamel había traído desde Inglaterra y que sirvió leche a la mismísima Virginia Woolf. La tarde era propicia porque, aunque había llegado diciembre, aún llegaban unos tímidos rayos de sol hasta la mesa y el café, aunque no duraba más tiempo caliente, sabía extrañamente mejor. No había muchas palabras entre ellas, principalmente porque Carmela no hablaba inglés y Gamel chapurreaba lo justo de español, pero eran suficientes para entender que Carmela se sentía muy apenada porque al árbol se había colado en su casa sin permiso. Gamel, a la que Churriana le recordaba a su Aiken natal, posó su mano sobre la de Carmela, le dijo que no importaba y le dio las gracias por los aguacates que se habían comido. Sonrieron las dos y dieron un sorbo al café. Todavía disponían de un rato más y Gamel decidió enseñar a su amiga un álbum de fotos que guardaba desde que abandonó Estados Unidos. Carmela, que lo único que conocía de aquel país era un actor muy guapo que una vez vio en una película y que le hizo sonrojarse tanto que tuvo que taparse la cara para que no se diera cuenta Antonio, abrió los ojos de par en par al ver la foto de la plantación en la que Gamel se crió. Breeze Hill Plantation fue comprada por el padre de Gamel, que se mudó desde Nueva York hasta Carolina del Sur porque padecía de tuberculosis y el clima era más beneficioso para él. Allí, entre patatas y vacas, se crió ella hasta que su padre murió y su madre decidió que tenían que mudarse a Charleston. La plantación, que estaba repleta de árboles majestuosos cuyas hojas acabarían formando un pasillo de bienvenida para turistas, atesoraba los primeros recuerdos de una chiquilla a la que le gustaban los libros y los caballos. Carmela, que no sabía mucho de libros y mucho menos de caballos, sí sabía de recorrer las tiendas del pueblo para comprar fiado, porque era la mayor de ocho hermanos y porque su padre hacía tiempo que se había ido a recorrer el mundo y su madre se pasaba las horas cosiendo para darles de comer. Sin embargo, en aquel espacio y tiempo, las dos mujeres compartían un café y recurrían a las señas si las palabras chocaban con la barrera del idioma. Entonces, ante la sorpresa de la americana, Carmela metió la mano en su pecho izquierdo y sacó una foto que puso sobre la mesa. La mano de Gamel se acercó para cogerla y observar la imagen de una niña y sus padres sentada sobre una manta de picnic y rodeada de girasoles mirando hacia el mismo lugar. Esa niña era Carmela y esa foto fue el único recuerdo tangible que salvó de las bombas. Gamel halagó su vestido y miró la foto como si quisiera reconocerse en ella. Al fin y al cabo, llevaba tantos años lejos de su familia que en el fondo se sentía como si alguien la hubiera arrancado de ella. Cuando le devolvió la foto, que había sido tomada con un vieja cámara que su padre trajo desde Alemania, Gamel echó la mano a su propio pecho, donde no había foto ni secreto inconfesable, pero sí comenzaba a crecer un mal que se la acabaría llevando un año y dos meses más tarde. Carmela, que sabía que algo malo pasaba, acercó su mano a la de ella y pudo notar un bulto que se clavó en su cabeza como uno de esos dolores que tardan horas en irse. Las dos amigas bajaron la cabeza unos segundos en los que el pájaro dejó de cantar y un aguacate decidió caer desde su rama. Carmela, sin mediar palabra, se levantó, cogió el aguacate y lo posó en la mano de Gamel. Good for you, dijo Carmela poniendo en práctica el inglés que le había enseñado su amiga y sonriendo porque sabía que no lo había hecho perfectamente pero había estado muy cerca. Después, recogió la cafetera y el azucarero y se marchó antes de empezar a llorar delante de ella porque Carmela era dura como una piedra, pero podía llorar tanto que los ojos se tornaban fuego y la nariz se bloqueaba como si hubiera un muro infranqueable. Como había hecho antes, cerró la puerta en silencio y entró en su casa con más silencio aún. Ya casi era la hora de que despertaran y el sol empezaba a ponerse vistiendo el patio del color de la tierra. Solo quedaba un suspiro de luz en el árbol, que seguía en pie con la majestuosidad que otorgan los frutos, y Carmela se abrazó a él para soltar sus lágrimas en silencio, al fin y al cabo, qué eran las palabras si no eran capaces de curar a los enfermos ni revivir a los muertos. Antonio, que nunca estuvo dormido, sino que se lo hizo para que ella tuviera ese rato de tranquilidad, despertó a los niños y preparó el brasero porque empezaba a hacer frío. Al otro lado, Gamel daba vueltas al aguacate y miraba la lechera, testigo mudo que atesoraba cafés y conversaciones, y veía cómo su esposo salía al patio aún dormido y quizás con una arruga nueva, pero con la mirada que la enamoró cuando se conocieron. Después, se acercó a ella y le dijo que tenían que contarle a los vecinos que se estaban comiendo los aguacates, a lo que Gamel le contestó que eso ya estaba arreglado. El sol estaba apunto de irse y se quedaron observándolo y marcándolo en sus memorias como un día más y a la vez un día menos. Carmela escuchó ruidos, así que se secó las lágrimas y entró en casa. Al cerrar la puerta del patio miró al árbol y le pidió que diera frutos sanadores para curar a su amiga. No es que creyera en la magia, ni mucho menos, es que estaba cansada de que la vida le quitase a gente y el árbol, en cambio, le había dado. 

Un comentario en “EL ÁRBOL

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