Todas las moscas

Por Juan David Cruz Duarte

we ask for no mercy or no

miracles;

we are strong enough to live

and to die and to

kill flies…

Charles Bukowski, “on lighting a cigar”

Prefacio

Una luz incisiva, irritante, una luz que contamina todo y cubre el cielo con una tonalidad rojiza. La luz perturba el universo, vibra en mi pecho, se adhiere a mi piel como sudor, como restos de una humedad vieja, rancia y cálida. Todo brilla y el brillo es insoportable: rojo, rojo, rojo. Empiezo a darme cuenta de que las cosas a mi alrededor son una mentira, una cadena de mentiras. Me empiezo a hacer preguntas y las respuestas que hallo parecen no tener ningún sentido. La luz roja lo cubre todo, la luz en mis ojos cerrados. De repente, veo los engranes girando detrás del artificio y comprendo que estoy soñando, que las voces que se apagan nunca estuvieron allí, que los rostros que veo son sólo imágenes de tiempos mejores, tratando de llenar vacíos amargos y nuevos. El sol golpea mis párpados apretados, y la luz es roja como un rubí en llamas y todo brilla y se deshace ante la omnipotencia de la estrella incansable. Cubro mis ojos con mi antebrazo y en la sombra parcial vuelvo a buscar los rostros benévolos, las voces olvidadas, la vida que tenía un sentido y que valía la pena y que ahora se me escapa. Oculto mi rostro en la almohada y el ruido de los autos en la calle empieza a resonar por toda la habitación. Un hilo de saliva rueda por mis labios entreabiertos, y yo lo seco con el dorso de mi mano, sobresaltado y sin fuerzas. Hago un último intento por aferrarme a todo, por quedarme en ese mundo de caras conocidas y de acciones que existen porque son necesarias, y en ese mundo todo tiene una razón de ser, y todo está bien y todo tiene sentido. Pero el cosquilleo en mi mejilla y el sonido de alas diminutas zumbando a mi alrededor me obligan a abrir los párpados (esas ventanas de piel, de vidrios rojos, gruesos y húmedos) y me encuentro a mí mismo sentado en mi viejo colchón y mi rostro suda como si estuviera en medio de una burbuja hermética, o arrancando flores en un invernadero, y me paso la palma de la mano por la frente mojada y susurro entre dientes: “Mierda.”

I

Camino entre vasos vacíos y botellas rotas, pateo tenedores y cucharas sucias y platos untados de salsa boloñesa; piso calcetines inertes y camisetas viejas. Busco mis zapatos entre cojines y chaquetas y bufandas y libros y libros y libros. Salí del hospital hace un mes y una semana, pasé dos semanas en casa de mi hermano y él me ayudó a conseguir este apartamento. Es un edificio viejo y lleno de mecanismo invisibles que crujen en el suelo y en las paredes. Arañas de cobre recorren las tuberías y los ductos de gas, y hacen un ruido como de uñas golpeando en una caja de hojalata, y el sonido se repite y se repiten en las tardes aburridas e idénticas, y no pasa nada, nunca pasa nada, y las moscas y yo somos los únicos habitantes de estas ruinas postapocalípticas. Mi hermano me ayudó a sacar todas mis pertenencias de las cajas de cartón en las que las empacamos. Ahora las cajas se cubren de polvo en algún lugar de la sala y yo me siento y las veo por horas tratando de adivinar su caída lenta e inevitable hacia la putrefacción, pero no veo nada. Las cajas son el único sitio en el que las moscas no se posan, y yo hallo esto sumamente extraño y me pregunto por qué. Las moscas se cansan rápido porque se mueven a una velocidad muy superior a la nuestra (guardando las proporciones), y por eso sus arranques de pánico y furia siempre preceden largas horas de inactividad. A veces reposan sobre los platos o los tenedores sucios, a veces en el suelo de la cocina o alrededor de las bolsas negras llenas de basura, a veces en el techo del baño, sobre la ducha de aluminio.

En un principio me esforzaba por matarlas a todas. Quince o veinte moscas en un día eran un buen número. Me amarraba un trapo viejo en la frente para que el pelo y el sudor no cubrieran mis ojos, y apretaba una chancleta negra de caucho en mi mano derecha. Me acercaba, con movimientos fluidos y evitando sobresaltar a las malditas infelices, y cuando menos se lo esperaban ¡PAF! La chancleta reventaba contra el vidrio y el marco de la ventana temblaba y si tenía suerte las tripas de la mosca quedaban estampadas en el cristal y los restos de la presa se adherían como una masa grotesca y crujiente a la suela negra.

Así pasaba las horas y los días, persiguiendo a las moscas una por una, y a veces ellas también me atacaban y trataban de sacarme los ojos lanzándose como kamikazes diminutos, pero lo único que lograban con eso era llenarme de asco y estimular más y más mi odio hacia su especie.

Pero la verdadera tortura, la venganza ineludible, comenzaba a eso de las cuatro de la mañana, cuando me iba a acostar y las infelices empezaban a danzar en el techo de mi habitación, para luego lanzarse al vacío y aterrizar en mis mejillas, en mis párpados, en mis labios y en mis oídos. Esos eran los abusos que tenía que soportar cada noche, y cada vez era más difícil dormir, y cada día era más duro sobrellevar solo el peso de toda esa guerra, y entonces me encerraba donde sus ojos rojos y desproporcionados no pudieran verme, o me cubría con una manta, y lloraba y lloraba con odio y desesperación, y me arañaba la piel con las uñas sucias de pedazos de mosca y sentía un asco inimaginable y sollozaba como un niño perdido en una feria, o en el centro de una ciudad impávida, ciega, que no lo ayuda y que no lo condena y que no acaba con su sufrimiento. Lloraba por un instante nada más, para calmar mi espíritu. Y mientras lloraba pensaba en lo miserable que es mi vida, en lo triste y dura que ha sido siempre mi vida. Y a veces, en esas madrugadas insomnes en que me retorcía y lloraba solo, y era particularmente consciente de mi infinita soledad, me arañaba nerviosamente los brazos y me mordía las manos, y cuando la desesperación me ganaba, me levantaba de un brinco y salía furioso a asesinar más moscas, y las moscas parecían multiplicarse en el frío de las madrugadas y yo nunca podía matarlas a todas, siempre quedaban dos, tres o cuatro, y se multiplicaban como células cancerígenas en un cuerpo condenado, y yo las odiaba y lanzaba mis zapatos contra la ventana, y en la mañana, cuando las sábanas cubrían mi rostro, yo lloraba y odiaba todo lo que existe y me odiaba a mí mismo. No había en mi alma ni una chispa de luz ni un poco de amor, y con el tiempo me estaba convirtiendo en una criatura taciturna y monstruosa, y sólo la nostalgia me unía de alguna forma (como un delicado hilo de seda) a la humanidad. Pero toda la nostalgia del mundo no habría sido suficiente. Había caminado este camino por mucho tiempo, y ya no podía regresar sobre mis pasos.

II

A veces me sentaba en una silla en mi cuarto y miraba por la ventana. Trataba de leer, y si el libro que tenía en las manos no estaba mal me dejaba llevar por los artificios del lenguaje, me dejaba convencer y por un momento creía sus mentiras. Entonces, sólo entonces, las moscas dejaban de importar; había paz en los cristales sucios de sangre seca, y se respiraba en el aire ese perfume frágil y dulce propio de las treguas breves en las guerras largas. En esos momentos era feliz.

Entonces las horas cortas del sueño y las horas lentas de la ficción eran lo único que tenía, y lo único que me mantenía a flote. Pero también estos espacios sagrados estaban contaminados por el zumbido eterno de las moscas. En las madrugadas soñaba con sus patas delgadas y secas como chamizos espinosos expuestos al sol de verano. Soñaba con sus ojos rojos, rojos, rojos, y con su vómito inmundo en mi comida, en mi piel, en el suelo, en todas partes. Y las pesadillas nunca eran el mismo sueño, pero las moscas siempre estaban ahí, y el ácido de su vómito diminuto lo devoraba todo, todo a mi alrededor, y al final ya no quedaba nada en este mundo.

Cuando leía, las moscas parecían calmarse un poco. Sin embargo, aún les quedaba energía suficiente para volar hasta mi rostro o, de vez en cuando, pararse en mis antebrazos o en mi nuca desnuda. Yo me golpeaba con las palmas de las manos, pero nunca alcanzaba a matarlas. Algunas veces se paraban en las páginas del libro que estaba leyendo, y yo lo cerraba con fuerza y ellas quedaban atrapadas adentro; entonces yo apretaba el libro entre mis manos y cuando lo volvía a abrir ellas se hallaban inertes, convertidas en signos de puntuación o en ilustraciones repugnantes y pequeñísimas sobre las páginas amarillentas. Sentía mucho dolor al arruinar así una gran obra de arte, pero me reconfortaba viendo los cuerpos aplastados e inmóviles de esas malditas. Su quietud, pocas cosas me hacían más feliz que la quietud póstuma de sus cuerpos grotescos e incansables. Cada vez que reventaba una mosca y las vísceras salían de su cuerpo en una explosión diminuta, las comisuras de mis labios se arqueaban en una sonrisa que tenía poco que ver con el sadismo o la crueldad, y más con la satisfacción de la paz interior y la serenidad ganada a pulso. Siempre he estado enamorado del silencio.

No salía nunca de aquel apartamento, ni siquiera para tirar la basura. Sólo la arrojaba por la ventana gradualmente para que mi apartamento no se llenara de latas vacías y botellas plásticas. Cada vez que utilizaba una cosa la arrojaba, y como mi ventana daba a una pared de ladrillo frente a un pequeño callejón nadie se quejaba por eso. Si hubiera acumulado muchos desechos en oscuras bolsas plásticas para después tirarlas por la ventana, alguien se habría percatado de mis acciones y habría dado aviso a la policía, a la administradora del edificio, o a cualquier otra entidad o persona que se gane la vida metiéndose en la vida de los otros.

A veces pensaba en ella por las noches, sobre todo al principio. Recordaba su rostro y su cuerpo (cada parte de su cuerpo) e incluso el tono fácil y dulce de su voz. Te amo, decía yo con la cabeza asomada por la ventana; era apenas un susurro que se esfumaba como una columna de humo, como su recuerdo frágil y moribundo. Me cubría la cara con las manos y repetía estas dos palabras hasta que el calor de la noche estival me obligaba a regresar a mi sala. La sala era la parte más fresca del apartamento, y yo me sentaba cerca de las cajas con la esperanza de que las moscas no se posaran en mí; pero de todas maneras ellas venían en silencio porque lo único que respetaban, el único lugar sagrado en el que no ponían sus repugnantes patas, era esa pila de cajas polvorientas. Yo me sentaba con la espalda recostada en la torre de cartón, y otra vez repetía las viejas palabras: te amo.

Con el tiempo, esas palabras se fueron convirtiendo en un mantra, y luego eran menos que un mantra y más como un llavero olvidado detrás de un sofá, un llavero inútil con un par de llaves que ya nadie recordaba y que nadie necesitaba. “Te amo” no significaba nada, como el rostro de un prócer grabado en una moneda o como el mundo mismo: “te amo” no tenía ningún significado. Un día olvidé esas palabras, y entonces empecé a olvidar su cara y luego la olvidé del todo. Ahora, cuando la recuerdo en mis noches solitarias, lo único que recuerdo es su olvido, lo único que sé es que la he olvidado, y que ella se me ha ido perdiendo en esa niebla inefable que es el pasado. Ella era la mujer de mi vida, pero ella ya no existe (nada afuera de este apartamento existe), y su nombre ya no existe, y ya nada de eso importa.

Una tarde, cuando el sol no había comenzado a caer todavía, tomé la tarjeta de una pizzería cercana para ordenar un servicio a domicilio. Desafortunadamente la tarjeta se me escapó de entre los dedos y fue a dar detrás de la nevera, en donde se clavó en una pequeña pila de polvo y aserrín. Cuando me agaché a recogerla me corté el dorso de la mano con un trozo de vidrio marrón (seguramente una botella de cerveza rota y abandonada por los anteriores ocupantes del apartamento). Para evitar una infección mojé una bolita de algodón en alcohol antiséptico, y la presioné contra la herida profunda en mi mano derecha. Un ardor intolerable me nubló la vista y apreté los dientes con tanta fuerza que me dolió la mandíbula. Entonces grité—de dolor—y me entristecí al comprender que el dolor es la condición natural de los organismos vivientes. Sólo el dolor nos recuerda que existe nuestro cuerpo, sólo el dolor le da un sentido al placer, el dolor es lo único que nosotros podemos percibir de forma plena y lo único capaz de estimular nuestro instinto de conservación para que podamos mantenernos con vida; por estas razones, la vida avanza y se desarrolla en medio de una variada gama de dolores diferentes o similares. La vida es sólo una forma del dolor, y como tal me ha sido siempre odiosa. El dolor físico define nuestra existencia material (nuestra única existencia), mientras que el odio, la rabia y la culpa definen nuestra existencia psíquica. Por ende, la existencia en sí misma es indeseable y tortuosa, y sólo la muerte, la no existencia, pone fin al dolor omnipresente.

Después de descubrir estas verdades me di cuenta de que la única salida posible era la de la no existencia. No quería evitar el dolor que sentiría en el futuro y eliminar el que sentía en el presente; quería evitar todo el dolor que había sentido hasta entonces. Anular mi vida y no simplemente terminar con ella. No quería dejar de existir, sino no haber existido nunca. Es fácil renunciar a todo cuando uno ya ha tenido suficiente dolor y ha perdido la esperanza de cambiar ese dolor por placer en un futuro. Lo difícil era renunciar a todo desde el principio. No sólo al placer futuro (por improbable que fuera) sino también a las alegrías y a las satisfacciones pasadas. Eso era lo más difícil, renunciar a los recuerdos dulces y luminosos (a todos ellos). Renunciar a los domingos por la mañana cuando tenía apenas seis años, sentado en la cama de mis padres y tratando de hacerles comprender que ya era hora de despertar. O tal vez renunciar a su rostro pálido, a sus ojos oscuros, a sus pestañas larguísimas, a sus senos firmes, pequeños, trémulos. Renunciar a sus labios mojados y brillantes, a sus piernas delgadas, a sus pezones rosados, a sus manos suaves.

Entonces pasé de lo general a lo puntual: necesitaba métodos. Job le rogaba a Dios que borrase del mapa de la Eternidad el día desafortunado de su nacimiento, le pedía que en el pasado su madre lo abortara como a una criatura incompleta y enferma. Yo no podía pedir imposibles… pero me habría conformado con una metáfora apropiada.

III

La caída. Nacer es como caer. Ese es un buen símil. Abandonar todo lo que amamos, dejar el confort perfecto del vientre materno; nacer es como caer. En ese sentido la muerte debería completar el círculo. La muerte debería ser, al igual que la vida, una caída. Yo vivía en el segundo piso de mi edificio, pero nada me impedía tomar un ascensor hasta la azotea (sobre el duodécimo y último piso), y lanzarme al vacío.

Pero nacer es un proceso doloroso. Hay sangre por todas partes, y la vagina dilatada y rasgada de la madre sufre en silencio. El recién nacido no conoce aún el aire, y se asfixia por un instante hasta que algún desconocido lo golpea y abre sus vías respiratorias a través del llanto. Todos somos hijos del dolor. Nacer es doloroso y frío: abandonar el paraíso tibio de la placenta es un despertar helado y traumático. Y nacer es como caer; así que tenía que encontrar otra forma.

Si nacer es doloroso, si la vida es una cadena de dolores nuevos que se suceden uno por uno (el dolor del hambre, el dolor de la soledad, el dolor del desconsuelo, el dolor de la fatiga), entonces nada es más cruel que nacer. Sólo lo contrario de nacer era placentero: el sexo. El regreso al útero. Yo conocía los placeres del sexo y los dolores del nacimiento (como todos nosotros) y decidí que mi muerte no sería como un despertar, como una caída, sino como un regreso final al útero. Mi muerte sería dulce y lenta, como ir quedándose dormido en el vientre primigenio.

Después de darle varias vueltas al asunto, tras muchas horas lentas en las que exprimí hasta el límite mi imaginación, mi intuición poética y mi espíritu, logré construir una metáfora aceptable, aunque innecesariamente complicada y barroca. Busqué una manta gruesa en mi closet, cuando la saqué, las moscas que estaban posadas sobre la ropa se echaron a volar como un remolino de mierda seca. Sentía ganas de llorar: detestaba sus alas transparentes y sus cuerpos negros y toda la inmundicia que llevaban encima y la putrefacción que representaban. Pero no me eché a llorar. Con los ojos entreabiertos caminé hasta la cocina y empecé a clavar puntillas en los bordes de la manta. El piso de madera vibraba un poco con cada golpe del martillo, y mis pies descalzos y sucios sentían las ondas del impacto recorriendo el apartamento y el mundo entero, porque el apartamento era el mundo entero. Después me desnudé, eché el borde de la manta sobre el horno, y abrí la válvula del gas. Luego me metí bajo la sábana y no vi más moscas a mi alrededor, nada. Sonreí en medio de la oscura paz de mi ataúd de tela, y me acurruqué y me doblé sobre mí mismo; estaba completamente listo para comenzar a morir en paz y en silencio.

Mis ojos empezaron a cerrarse y mi cabeza pesaba como una esfera de plomo. Pensé que sería una buena idea morir masturbándome, eso dejaría en claro mi posición. La vida es dolor y la muerte perfecta debía ser una espiral lenta de placer y comodidad y nada más; pero afuera el sol estaba muriendo y yo mismo estaba muriendo y las circunstancias eran demasiado tristes como para empezar todo ese proceso. Entonces aspiré con fuerza y el gas entró en mis pulmones y sentí que por fin todo se acababa… por fin.

Estaba acostado en el suelo, enroscado sobre mi propia piel como un caracol seco y decadente. Me sentía mareado, el fantasma de la náusea rondaba el lugar. Todo empezaba a alejarse y las sombras de la paz y la muerte se estaban tomando cada parte y cada trozo de mi cuerpo. Pero alguna forma de masoquismo me hizo abrir los ojos y sentarme, ya sin fuerzas, bajo la manta, y oí una voz que era la combinación de todas las voces que habían llorado por mí alguna vez, que me habían acompañado alguna vez, que me habían amado alguna vez, y esa voz no me decía nada, ni siquiera me decía qué hacer, y no me recriminaba por mis acciones ni me animaba a adelante con ellas. Era una voz neutra y triste que no articulaba palabra alguna y que era más un ruido que una voz, y las palabras que trataba de formar se perdían en el viento de la tarde y nada significaba absolutamente nada. Entonces apreté los puños y dije en voz baja: “¿Qué putas estoy haciendo?” Me escapé de mi propia trampa y, trastabillando, apagué el horno. Caminé hasta la ventana, la abrí y caí de rodilla frente al vidrio sucio de sangre de mosca. Asomé la cabeza por el marco metálico y escupí un par de veces, y ya no recuerdo si vomité o no sobre el pequeño callejón. Me quedé dormido cerca del marco de la ventana, y las moscas se paraban en las comisuras de mis labios y yo ni siquiera tenía la fuerza suficiente para mover mis manos o mi cuello y hacerlas desapareces por un minuto, por treinta segundos, por siete segundos, por un instante.

Cuando desperté sentí que el mundo entero estaba girando a mi alrededor, me puse de pie y las moscas se alejaron asustadas, si es que acaso existe el miedo en esos pequeños cerebros estúpidos y binarios, que oscilan ente la quietud y el movimiento. Caminé hasta el closet y me puse una vieja camiseta de mis años de universidad, luego me dirigí al perchero y espanté a las moscas que se amontonaban sobre mi chaqueta de cuero negro, y después de echarme la chaqueta encima me calcé unos tenis blancos que hallé bajo el sofá de la sala. Segundos más tarde abrí la puerta del apartamento. Mientras me alejaba por el corredor oscuro de mi edificio pensaba que nadie debía nunca echarse encima un peso semejante. Nadie podía acabar con todas las moscas, y aquellos que estaban lo suficientemente desesperados como para intentarlo sólo podían terminar destrozados por el peso de sus esfuerzos vanos.

Jugué un rato con la idea de prenderle fuego a las cortinas, al sofá, a la alfombra. Sin embargo, las luces de la ciudad ya se derramaban sobre mi espalda, y la silueta del viejo edificio se levantaba en la distancia como una pesadilla prehistórica, como una lápida gigantesca o como un monolito volcánico. Metí mis manos en los bolsillos de mi chaqueta y seguí avanzando bajo el cielo oscuro, pasando al lado de la gente como un fantasma o como una brisa silenciosa, y sólo las prostitutas me hablaban de vez en cuando y yo sonreía al verlas y seguía de largo. Miré hacia adelante y en la oscuridad eran muy pocas las figuras que podía distinguir. “Nada de eso importa”, susurré, y escupí con rabia al recordar ese maldito apartamento que no volvería a ver nunca más. “Pero, ¿quién putas puede ser feliz rodeado por todos esos bichos de mierda?”

Epílogo

Todavía sonrío al recordar esa noche fría en la que caminé por horas, adentrándome cada vez más en las sombras de la ciudad. Recuerdo la paz de ir dejándolo todo, de caminar hacia un futuro incierto sin saber qué nuevo dolor o qué nuevo placer habría de llenar mi pequeño universo. Y recuerdo alegrarme ante el sinsentido oscuro que se cierne sobre todo, y alegrarme de dejar atrás calles y calles llenas de idiotas y borrachos, aceras llenas de árboles enfermos, un callejón sucio y oscuro que me susurraba palabras de odio al oído, y las moscas, las moscas de mi infancia y las moscas de mi apartamento, y las moscas de mis días en la vieja universidad y las moscas de mis noviazgos sin propósito y las moscas de mis peleas juveniles, de mis fracasos infinitos, y finalmente todas, todas las moscas.


Juan David Cruz Duarte
 (Bogotá, Colombia, 1986). Sus cuentos y poemas han aparecido en AxxónEl AxiomaAnapoyesis, Máquina CombinatoriaFive: 2: OneBurningwordJasperFall Lines, The Dead Mule School of Southern Literature, etc. Cruz Duarte es el autor de Dream a little dream of me: cuentos siniestrosLa noche del fin del mundo y Léase después de mi muerte (poemas 2005-2017).

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