Rosquillas de anís

Por Loli Molina

El olor a rosquillas de anís recién hechas impregnaba las paredes del patio del interior del bloque uno, el que estaba junto a la carretera, detrás del colegio y enfrente del viejo descampado que un día fue un campo de cañas de azúcar. El barrio nunca fue campo pero era suficiente para todos aquellos que nunca tuvieron pueblo y veían cómo sus vecinos llegaban los domingos por la tarde con cajas de hortalizas y papelones de la matanza. Sí era, en cambio, un festival de aromas que recorrían las barandillas de las escaleras y llegaba hasta el último piso. A veces, sin previo aviso, las vecinas intercambiaban fiambreras para contentar a los hijos. Era buena suerte que Mercedes hubiera hecho macarrones con tomate y Loli arroz a la cubana, pero era más suerte aún que Pepa hubiera cocinado rosquillas de anís porque eso aseguraba la merienda de todo el edificio.

Pepa siempre guardó con recelo la receta de sus rosquillas. Por eso, cada vez que una de las vecinas se la pedía, ella, con mucho esmero, anotaba todos los ingredientes menos uno, el que daba el toque especial que le aseguraba que las suyas fueran las únicas rosquillas que los demás quisieran comer. 500 gramos de harina, 150 gramos de azúcar, tres huevos, 100 mililitros de aceite, la ralladura de una naranja y medio limón y cuatro cucharadas de anís dulce. Nada podía salir mal con esos ingredientes, pero lo cierto es que los niños preferían las rosquillas de Pepa. Que si nadie tiene la mano que tiene Pepa, que si igual son los huevos que trae del corral que tiene en el pueblo, que el aceite no puede ser muy fuerte, que seguro sus sartenes tienen ese aroma extra que solo ella consigue. Y entre unas y otras, al final todas desistían y optaban por preparar otras comidas porque eso sí que me sale bien y a Pepa no le queda como a mí.

Era Lunes Santo y Pepa se había levantado con las lumbares quejosas y los huesos de las manos cantando por seguiriyas. Dicen los expertos que es el palo más triste del flamenco, la quinta esencia de la jondura. Pepa podía escuchar sus articulaciones como si estuviera sentada en una silla situada en el centro de una cámara anecoica. Se había acostumbrado al eco en su cabeza y ya no le daba miedo. En el fondo era ella por dentro queriendo salir. Algunas mañanas, para aliviar el dolor, dibujaba con sus dedos las siluetas de los árboles en la ventana como si de una brocha fina se tratasen. Primero el tronco, después las ramas y finalmente la copa. Ese dolor, que se había convertido en su compañero un poco antes de lo esperado, le avisaba de los cambios de tiempo y le hacía organizarse los días cuando preveía que no le iba a permitir hacer todo lo que tenía pensado.

Pero hoy era Lunes Santo, el día que salía en procesión la Cofradía de los Dolores del Puente, la favorita de su madre, y tocaba hacer rosquillas. Así que fue hasta la cocina, sacó la harina, el aceite, el azúcar, el limón, la naranja y el anís dulce y los dispuso como si de un desfile de penitentes se tratase. El ingrediente secreto lo había metido en el bolsillo del delantal para echarlo en el último momento. Lo haría con rapidez porque nunca se sabe si alguien me está vigilando, que no me fío de estas vecinas. Poco a poco, sus manos comenzaron a amasar y el dolor se fue tornando calor, a pesar de que afuera las calles soportaban una capa de lluvia helada impropia para la época y la zona geográfica. Tras dar varias vueltas a la masa, comenzó a dividirla en pequeñas bolas para después convertirlas en tiras que acabarían entrelazadas antes de freír y pasar por azúcar. El mismo proceso sin ningún tipo de alteración. Los mismos aromas traspasando sus paredes y posándose en la barandilla para deslizarse por ella como un niño que no tiene miedo a caer.

¡Pepa ha hecho rosquillas!, gritó Mercedes y su voz atravesó todas las ventanas de las cocinas. Entonces, antes de que Pepa tuviera tiempo de poner el rico manjar a enfriar, se escuchó un golpe en la puerta. Sonaba bajo, debía de ser uno de los niños de Mercedes porque ninguno llega todavía al timbre. ¡Pepa, abre la puerta! Al niño de Mercedes se sumó el de Loli y la niña de Toñi. Todos esperando con los ojos tan abiertos que casi podían alumbrar el pasillo. Pepa se quitó el delantal, lo colgó en un viejo y oxidado clavo anclado a la pared, se atusó el pelo y se pintó los labios con la misma barra que llevaba años usando por esas fechas. Una vieja barra comprada en el mercadillo del barrio. Antes de abrir la puerta, se miró al espejo y vio a su madre en él. Con todas las arrugas y todas las historias compartidas. Con el secreto de las rosquillas que se morirá con ella.

Deja un comentario

%d