Por Piero Milesi
Había sido invitado a una galería de arte, al este de la ciudad de Nueva York. No tenía mucho dinero en el bolsillo, pero no había podido salir de casa desde que comenzó la pandemia. Le avisé a Estefanía, una vieja amiga, sobre la exposición. Ella dijo que estaría en el lugar cerca de las nueve de la noche. Yo llegué a las ocho y treinta, y muchas personas estaban dentro del sitio. Y el lugar era rectangular y muy pequeño. Contaba con dos pisos, y el segundo piso tenía aire acondicionado y mejor circulación de oxígeno que la primera planta. Y lo primero de lo que pude percatarme, fue que los trabajos presentados, se volvían idénticos en cada espacio. Y el espacio era tan reducido como una casa a la cual no le habían dado mantenimiento hace mucho tiempo. Un espacio con las baldosas gastadas, con el aire escaseando a cada momento, y con cuadros totalmente fuera de contexto: piezas hechas de rompecabezas, cuadros imitando malamente a un Matisse, o si quiera a un Picasso.
Luego de resolver que la exposición no daba para algo, o más bien, que no hablaba sobre algo. Le dije a Estefanía que no viniese. Que realmente la galería parecía un hueso blanco a punto de romperse. O, como yo le había dicho antes: «todo esto es una cueva de snobs, buscando fama». Ella contestó con risas el mensaje, y luego dijo que nos encontraríamos en el bar Yuca, a pocos bloques de la galería. Y que se tardaría treinta a cuarenta minutos en llegar, porque todavía no salía de Queens y el trayecto era un poco largo. A lo que yo accedí, para también aprovechar a caminar por los alrededores. Pues no conocía nada del Este de la ciudad, porque pasaba mi tiempo más cerca del Oeste, o del sur de la ciudad. Así, caminé casi la distancia por tiempo por el radio del lugar. Encontré tres restaurantes de comida mediterránea, diez restaurantes de comida asiática, doce restaurantes de comida americana (llámese vagamente comida americana), un restaurante español, tres restaurantes latinoamericanos, cuatro clubes nocturnos de música electrónica, dos clubes nocturnos mediterráneos y dos clubes nocturnos latinoamericanos.
En el camino, unas cuantas ambulancias quedaron posadas entre la calle Vladimir y la tercera avenida. Al pasar por los restaurantes que ahí se instalaban, pude percatarme que uno de los coches, estaba auxiliando a una persona. La persona, de edad desconocida, de rasgos desconocidos, o de información desconocida para mí, yacía acostada y arropada, y con los pies desnudos, esperando a que la máquina se moviera hacia el hospital, mientras los empleados tomaban nota de lo sucedido. Avancé unos cuantos bloques más y me encontré con la librería de la comunidad. Un lugar angosto y amigable, con su librero, alto y también amigable. Le pregunté si tenía algo de literatura en español y él me respondió tristemente con una negativa, que yo acepté con tristeza y tranquilidad, y luego ojeé algunos estantes y me encontré con una interesante antología de poesía en inglés de Baudelerie, con un coste de tan solo diez dólares. La compré y como muchos, aspiré el olor que tienen los libros guardados o los libros recién comprados y seguí mi camino.
Así mismo pasé por un cajero automático y saqué cuarenta dólares de mi chequera y me acerqué primero a un local de pizzas a 99 centavos, que realmente costaba dos dólares, y luego entré a una licorera y compré tres pequeños frascos de Fireball, whisky con sabor a canela, y enfilé hacia el parque, con mi rebanada de pizza y mis tres pequeñas botellas de whisky con sabor a canela. Me comí tranquilamente la rebanada, pensando en lo que había visto hoy en aquella galería. Pensando en lo que realmente significaba todo eso con relación al futuro, al pasado y al presente del arte.
Pensé en todos los cuadros expuestos y en todos aquellos artistas o seudo artistas, que habían estado explicando el significado de cada una de sus obras. Observé a las personas a mi alrededor que no eran muchas, y también pude deducir que la mayoría de ellos eran estudiantes, pues a casi cinco bloques hacía el Oeste, estaba la NYU y su facultad de artes. Y eso tampoco quitaba el grotesco espectáculo que había visto hoy, y tampoco ayudaba mucho al disfrute de mi comida. Así que decidí dejarlo a un lado y comer con esmero y cariño aquella rebanada de pizza. Mientras las pequeñas ratas se paseaban por los árboles e iban de un lugar a otro en busca de un hueco en el cual descansar. Asustadas, rápidas, para nada obsoletas. Ratas de ciudad que invariablemente le darían una guerra a las ardillas y cualquier animal subterráneo.
Sonriendo tomé mi teléfono, y observé la hora, y ya eran las diez con quince minutos. Había pasado casi una hora desde que estuve esperando a Estefanía. Pero eso me había dado el espacio en el cual observar otras cosas. Y también me había dado un momento para disfrutar de mi propia compañía. Pues en el teléfono, también se destacaba un mensaje de ella diciendo que estaría en menos de veinte minutos en Yuca. Y aquel mensaje ya tenía más de diez minutos en el buzón, así que abrí la primera botellita de Fireball, y bebí todo su contenido de un solo trago, y sentí cómo el líquido empezó a quemar dentro de mí. Luego, caminé un poco hasta encontrar el bar frente al parque, en la esquina ambigua a donde yo estaba, y no la vi a ella por la entrada, y decidí cruzar nuevamente la calle y echarme las otras dos botellas. Y el licor se sentó bien en mi estomago e hizo que la harina de la rebanada de pizza no se estrellara con mis paredes estomacales. Caminé unos cuantos pasos por la oscuridad que ofrecía el parque y luego me devolví hasta el bar. Y encendí un cigarrillo y luego de unos minutos, observé la silueta de Estefanía, y abrí los brazos y nos abrazamos. Ella llevaba un vestido corto, de color verde y una chaqueta jean, y unas botas altas. Y su cabello estaba más anaranjado y brillante, y rizado que de costumbre. Ella me dijo que tenía buena vista, por haberla reconocido y yo no supe que responder. Ella me preguntó sobre la galería y le dije que no había mucho que decir. Ella me pidió un cigarrillo y fumamos un momento, y luego nos pusimos a esperar dentro de la fila para entrar.
Dentro del bar, o más bien, dentro de la discoteca, el dj, estaba poniendo todos los éxitos de Bad Bunny, mientras que nosotros ya llevábamos dos cervezas y cuatro shots de tequila. Ambos estábamos alegres y eufóricos bailando en la pista, y ella me preguntó si quería ir a otro lado. A lo que yo acepté y ella pidió rápidamente un taxi por la aplicación de Uber. Afuera del lugar, mientras esperábamos el taxi, ella me explicó que había terminado con su pareja hace más de un mes, y que sentía mejor y un poco más tranquila. Yo le dije que había sido lo mejor si ella se sentía bien. Y ella dijo que sí, que se sentía de esa forma. Que hace mucho tiempo lo había dejado de querer. Ambos nos quedamos en silencio, mientras el taxi ya se estacionaba frente a nosotros. Entramos. Y en el trayecto no supimos que decir. Yo la observé de reojo y ella chocó su mirada con la mía, y ambos sonreímos. Llegamos a Papatzul Bar, ubicado en el centro de la cuidad y en medio de la fila, conocimos a dos turistas latinoamericanos erradicados en Georgia. Sus nombres eran Marcos y Silvia, y llevaban casi los mismos años que nosotros (23, 27), y parecían ser mejores amigos y nos reímos cuando los cuatro dijimos que era realmente posible tener una amistad entre un hombre y una mujer.
Pero claramente, Estefanía y yo pudimos deducir que ellos sí estaban enamorados, y no echamos mucho ruedo al asunto. Acercándonos a la entrada, el guardia de seguridad o el promotor, parecía un tanto cansado, estresado. Su tono de voz, más bien triste, decía aquello. Yo le eché unas palmadas en el hombro, diciéndole que todo estaría bien.
El hombre en cuestión, también latinoamericano, supo creer en la fraternidad y la ternura, y nos dejó entrar, sin pagar un centavo y nos invitó shots de tequila a cada uno de nosotros. Y en ese momento las personas que habían sido desconocidas, eran ahora nuestros amigos, y también podríamos llamarles cuando necesitemos algo. Así entramos y bailamos y gritamos, y fuimos muy felices. Estefanía compró cerveza para ambos. Y algunas muchachas se juntaban con nosotros para bailar. En el intermedio de la fiesta, pensé en lo que había visto hoy en aquella galería del Este de la ciudad de Nueva York. Y me dije a mí mismo que si aquello era el camino del arte, no lo seguiría. Me negaría a todo. No cumpliría las expectativas. Porque, el verdadero arte tendría que ser sincero y expresar un mensaje, o algo real que pudiese con las grandes masas. Una antagonía. En el medio de mi divagación, Estefanía se percató de mi rostro y me tomó de la mano. Vi su sonrisa y supe que todo estaría bien. Marcos y Silvia, también sonrieron y el dj puso, Efecto de Bad Bunny. Y todos empezamos a bailar y a saltar. Y la letra decía algo como esto:
Porque la nota ya está haciendo efecto, mi mundo está jodío y me siento perfecto. Porque estás tú aquí, moviéndote así, no pare. Baby, tú eres mi droga, esta noche no le baje’
Conoce más sobre el autor en la entrevista que tuvimos con él para nuestra sección de visual.